Alguna vez leí un texto acerca de un elefante encadenado…
La historia iba más o menos así… en una ocasión, un niño al que le gustaba ir a circo, vio que un elefante enorme estaba encadenado de una pata con una cadena de grandes eslabones…
Esa cadena estaba solo sobrepuesta a una pequeña estaca de madera, apenas enterrada unos centímetros por debajo del piso…
Era de esperar que un animal de esas dimensiones y con la fuerza necesaria para derribar un árbol podría, fácilmente y sin ningún esfuerzo, caminar arrastrando la cadena y con ella la endeble estaca, y entonces sería libre.
El niño de la historia pregunta cómo es que el elefante no escapa siendo que lo puede hacer, a lo que le contestan que es porque está entrenado, respuesta que ocasiona la siguiente pregunta obligada… y si está entrenado ¿por qué lo amarran?…
La verdadera respuesta a la pregunta inicial es que el elefante no escapa porque está cansado de luchar…
Siendo un pequeño elefante, alguien lo amarró con una gran cadena a una estaca firmemente enterrada en el suelo…
Después de muchos intentos por parte del animalito para escapar, simplemente, con el paso del tiempo, se dio cuanta que no podría…
Ahora, ya de adulto, simplemente no lucha, siente la cadena, mira la estaca, y da por descontado que no podrá escapar…
Esto es tan cierto para el elefante encadenado como para el hombre…
Nosotros tenemos también nuestras cadenas atadas a palitos endebles, y simplemente ya no luchamos…
Así como el elefante encadenado, nosotros no nos atrevemos a hacer grandes cosas, a perseguir grandes metas, porque simplemente pensamos que no podemos.
Es algo que venimos arrastrando desde nuestra niñez, así fuimos educados. Alguien se encargó de grabar en nuestra mente: No puedes y nunca podrás.
No obstante, la única manera de saber si realmente podemos es intentando… y si fallamos, intentar de nuevo, poniendo en ese intento todo nuestro corazón… solo entonces seremos libres…